EL SABIO TIO NICOLÁS
Era el tío Nicolás
murciano y huertano de pura cepa. Hombre
parco en palabras y derrochador en obras, incansable cuidador de su “piazico tierra” , de sol a
sol (o, las menos de las veces, de nube a nube), enérgico y terco, “genudo”
como su padre, hosco pero generoso, fiel conservador de casa, familia, hijos,
yegua y mujer. Devoto de la iglesia e implacable guardador de sus preceptos “así
cayeran chuzos de punta”.
Quiso Dios que en su larga vida no
contrajera enfermedad importante alguna, de lo que se jactaba orgulloso. Aunque también su fervor por el trabajo y
fuerza vital contribuirían, sin duda, a esta longeva existencia.
Tenía noventa y nueve cuando enviudó, y le
faltaban dos meses para cien, cuando sus trituradas piernas dejaron de
obedecerle. Reuma, artritis, artrosis,
varices, ¡y quién sabe si lombrices!, mordisqueaban sus cansados huesos, con
los que tuvo que dar en cama, ¡por mucho que le pesara!.
Allí
postrado sufría, más por verse mutilado, que por la enfermedad que tenía.
No quiere el
tío Nicolas ver al cura por su casa, muy amigos, Dios lo sabe, pero le dan
escalofríos, cada vez que pasa.
Su hija muy
preocupada, por este impío viraje, a punto de celebrar los cien años de
homenaje, rogó a dos solícitas mujeres, que al enfermo visitaban, con tiento le
preguntaran, por qué al cura y sus sacramentos se negaba.
El viejo tío Nicolas recibió a las dos
mujeres, que tras bien felicitarlo, y mucho alabarlo, por fin, de forma jocosa,
y sin reproche aparente, al anciano preguntaron, si su enfermedad consistía en
cierta alergia a la iglesia, a toda la sacristía, o más bien a su gente.
Aplastante y contundente, y con toda su
llaneza, respondió el tío Nicolas, que le daba mucho miedo ver al cura
aparecer, no fuera que de seguido, la muerte le viniera a ver.
La mujer, muy comprensiva, intentó con un
ejemplo, de ese miedo disuadirlo, aunque
ella temblara por dentro:
¡No hay que
temer a la muerte!, afirmó, ¡piense usted, tío Nicolas, que es un cambio de
vivienda, de esta casa tan pequeña, a una bonita mansión!.
La respuesta no tardó:
¡Pues pijo,
Doña Sofía, váyase usted a la mansión, que yo me quedo en la mía!
Checha, 19
de febrero de 2013
Contaba alguien que un cura predicaba a unas monjicas de clausura en unos ejercicios espirituales, sobre el cielo,lo bien que se iba a estar allí y una de ellas le soltó, así de sopetón: "sí padre, pero como en la casa de una..."¡Un besico querida Checha!.
ResponderEliminarCuando no hay consuelo,
ResponderEliminarel tiempo no está,
el lugar no se haya,
el recuerdo se paraliza,
la vida no se ofrece,
y la muerte es indiferente,
no hay estancia donde habitar,
camino incaminable,
aire por inercia,
agua por costumbre,
hablar a la fuerza,
solo descansar
en los brazos de la ausencia,
mejor dormir eternamente,
porque la nada lo es todo.
Hélène Grimaud plays the "Adagio" from Mozart's Piano Concerto no.23
http://www.youtube.com/watch?v=j8e0fBlvEMQ
El cielo, afirma mi padre en sus breves momentos de lucidez, debe estar muy cerca, hija. "yo creo que es la emoción que la belleza del arte produce en cada uno de nosotros"...
ResponderEliminarY sigue marcando los tiempos de la quinta de Beethoven con su imaginaria batuta. Le recuerda a su padre.¡Es el cielo!, repite una y otra vez.
Creo que no anda muy equivocado en su definición.
Y sin pretender ser consuelo, ¡no hay consuelo para la ausencia física, para unas manos que ya no pueden asir y acariciar a lo más querido aunque sea en una chabola perdida o en mitad del fango!, nos recuerda que hay modos de evocar la presencia eterna en nosotros de lo que amamos, ¿quizás en la música?