DOS
QUE DICEN PODEMOS
Es
bastante probable que a algunos les escandalice mi respetuosa admiración
por dos personas representantes de ámbitos tan dispares
(desgraciadamente no tanto...¡otro gallo nos hubiera cantado!), cuya
relación parece un tanto rebuscada, quizás hasta EXTRAVAGANTE.
Me
refiero a Francisco y a Pablo.
No
pertenezco a ningún partido, no pertenezco a ninguna iglesia, no soy
papista ni franciscana, quizás por ello, desde una perspectiva
lejana al activismo político o religioso, crítica y muy escéptica
ante ambos poderes, me atreva a alabar el esfuerzo, la lucha, de dos
personas que promueven un cambio radical de esta sociedad
involucionista, cuya más cruel y desalentadora tendencia es el
fortalecimiento de la riqueza de los ricos, de la pobreza de los
pobres.
Son
los valientes los vituperados, los calumniados, los perseguidos, los
desaparecidos, y, en ocasiones asesinados. El que quiera tocar la
verdad, la transparencia, es incómodo. ¡Que no haya pobres, pero a
mí no me carguen con impuestos, bitte!. Vestidos de blanco y sin
corazas tienen todas las de perder, al tiempo que su vida habrá
marcado en positivo un momento caótico de la historia del mundo.
Si
ahora muriese Francisco, la iglesia está muerta. Lo afirmo con la
conciencia de ser una superviviente que creyó y dejó de creer,
quizás por vislumbrar, tras una apariencia de bondad y fraternidad,
un poder humillante, que ha doblegado, relegado, maltratado y
asesinado a gran cantidad de hombres justos.
Mi
única religiosidad consiste en saber que existe un minúsculo dios
por descubrir en cada uno de nosotros, que estamos obligados a
detectar en todos y cada uno de los que nos rodean
(independientemente de razas, religiones y otras absurdas
divisiones), garante de una convivencia pacífica , ¡que ya toca!.
Es
esta mi definición de tolerancia desde el laicismo, la cual me
permite lanzar un grito de admiración por un hombre, Francisco, que
pese a los condicionantes de la curia eclesiástica (seres instalados
en ideologías estancas, dogmáticas y pernoctadas, reacios a perder
el cáliz de oro del que beben en devota actitud, cerrando los ojos a
la tierra, quizás para no tener que mirar y despreciar a algún
infame pordiosero o excomulgado, que suplica una gota de elixir de un
bienestar merecido), se ha convertido en voz, en conciencia
impertinente, desde dentro, desde el interior de una iglesia que
contradice su propia definición: “iglesia somos todos”, anuncia
el catecismo. ¿Y quienes sois todos?. ¡A mí que me borren, por
favor!.
El
caprichoso azar ha hecho que Pablo, nuestro idealista de la justicia
(el término idealismo, tan denostado, es mi único bastión de
esperanza), tenga por apellido Iglesias, lo que, por la imposible
convivencia histórica entre estas, lo incluye de algún modo entre
aquellos que son y serán torturados lentamente, sin escándalos,
extirpando una a una sus cuerdas vocales, hasta la inexplicable e inexplicada desaparición.
¡Ha
muerto!, dirán de Pablo, dirán de Francisco, c´est la vie, les ha
llegado el momento, justificarán sus probables y cobardes asesinos.
Sí, asesinos de la transparencia y de la tolerancia. Habréis matado
al hombre, pero no a sus ideas.
Ciertamente
no es es apellido de Pablo lo que me hace establecer una relación
con su antípoda (¿no se tocan por fin los extremos?), sino su
osadía, su capacidad de aunar a una caótica masa de indignados de
muy diversa procedencia, soportando ignorantes chaparrones como su
pertenencia a ETA y otras absurdas degradaciones personales.
No
es tarea fácil la que ha asumido. Su decisión de liderazgo
unipersonal es peligrosa, incluso llegaría a decir que
contraproducente.
Sabemos
que el poder corrompe irremediablemente, debido a la propia
naturaleza humana. Y no puede ser de otra forma, nuestros lazos de
amistad, sentimientos y emociones hacia seres queridos condicionan
sin remedio nuestras decisiones más racionales. Nuestra
pretendidamente “objetiva” razón siempre buscará razones para
favorecer al más cercano, ante iguales o parecidas condiciones. Y
esta es la madre del cordero, mejor dicho, de la corrupta serpiente.
Quizás,
si llegáramos a encontrar un implacable parapeto legal, un gobierno
colegiado, de líderes políticamente divergentes, aunque
convergentes en el único fin posible de la política, el bien común,
de todos, las inevitables tentaciones de privilegio se verían
impedidas por el peso del resto de líderes, con voz y voto
equiparables. No es esta precisamente la opción de Pablo, y ¡ojalá
le salga bien!.
¿Utopía?.
Lo sé. Pero ¿qué sentido tiene vivir sin ellas?.
Desconozco
si estos dos personajes se han mirado alguna vez frente a frente, si
lanzarían improperios contra mi osadía de relacionarlos...
En
todo caso, mi más sincera admiración y ánimo para los dos.
Checha,
20 de octubre de 2014
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