EL
RETRATO FANTASMA
“ningún
símbolo lo es en esencia, pues su carácter simbólico le es
conferido por aquel individuo que le da existencia, no
necesariamente compartida”
Corrió
airada hacia su alcoba, casi tan sofocada como el torbellino iracundo
que alaba sus movimientos, propulsados por un corazón a casi más de
160 pulsaciones.
Cogiendo
con fuerza el retrato que custodiaba su pequeño juguetero sobre la
cómoda, clavó en él sus ojos, unos instantes, como si quisiera
tragarse para siempre esa fugaz imagen, antes de hacerla invisible.
Un primitivo marco de madera imperfectamente tallada, envolvía una
imagen protegida con un cristal, que bien pudiera haberse hecho
añicos muchos, muchos añicos atrás, por la inconsistencia de la
pieza que lo mantenía en pie. Unas púas mal clavadas, cuya
inestabilidad pretendía ser paliada por Inés con unas gotitas de
superpegamento fijador, que de bien poco servían.
En
cada limpieza de la cómoda y sus trastitos, recuerdos que jugaban a
entretejer la red de un pasado de nudos marineros de esporádica
felicidad o quizás ilusión de la misma, red que sostenía a Inés
en la creencia de no ser una desgraciada, sino haber tenido
desgracias, como todos, Inés se columpiaba brevemente, arrullándose
en un pasado que, a su juicio, estaba bien anudado, pues así quería
ella que fuera, así lo deseaba y así lo quería sentir. Era como si
cada uno de los nudos fuera un trampolín impulsor de la fortaleza de
hoy, quizás diera también para mañana...
No
bastaba el maldito pegamento. La ley de la gravedad es inexorable,
haciendo que el retrato cayera al más mínimo movimiento de la
gamuza.
Y
es que para Inés existía esa red, una especie de tablero de
ajedrez, todas y cada una de cuyas piezas eran imprescindibles para
la partida.
Tal
y como hiciera en tantas y tantas ocasiones, dio la vuelta al retrato
y lo posó con cierta brusquedad en horizontal, la imagen hacia
abajo. Entonces se despeñó en la gran cama, que crujía de peso,
de dolor, de la rabia que ella le transmitía.
Aquella
cama come-iras que su rostro empapaba sin querer era como un resorte
calmante, como una imposible invitación a un olvido empeñado en ser
recuerdo.
Inés
se preguntaba siempre por esa mágica goma que todos buscan, anhelan
y aconsejan, borradora de todo pasado. Nadie la ha visto jamás.
Nunca Inés la ha buscado, a sabiendas de la inutilidad de la tarea.
La
sola idea de perder esa invisible red en la que se ve sustentada, que
le proporciona reconocimiento, identificación personal en las
múltiples caídas de la cuerda floja, le daba vértigo. ¿Cómo
querrán los demás borrar, perder el pasado, perderse a sí mismos?-
no podía comprenderlo. Tres son los tiempos verbales, trinidad
interdependiente y una, sistema que se hundiría en la nada ante la
ausencia de cualquiera de sus partes.
Él
entró en la habitación, quizás por fisgonear. La humedad de los
ojos de Inés hacía tiempo que no le afectaba lo más mínimo. Le
resultaba tan indiferente como la mirada de soslayo de aquel retrato
caído. Conocía un poco de su significado, de la importancia que le
confería Inés. Pero jamás se encargo de ser el que lo pusiera en
pie, ¡tamaña tontería!. Sería como siempre Inés, transcurrida
una, dos semanas, la que, a fuerza del paso del tiempo, sin haber
mediado reconciliación alguna, volvía a elevar ese retrato que le
infundía esperanza. Pasaron aquellos primeros tiempos en los que su
imaginación volaba hacia una verdadera reconciliación, hacia un
halago vital, manifestación de la necesidad de cercanía y
complicidad con el otro, con su simple presencia, por su solo estar
en el mundo, a su lado. Y si aún quería volar más alto, veía
estos acercamientos precedidos de un bonito gesto, como recolocar ese
retrato, de incalculable valor hacia ella. Pasaron demasiado pronto,
demasiado escuetos, demasiado descarnados. Inés puso coto a su
imaginación. No permitiría más frustraciones: o aceptaba lo que
era y sería, o pasaría su vida golpeando su cabeza contra el
cabecero de esa cama de relajante horizontalidad.
La
única información obtenida por su fugaz visita a la alcoba parecía
ser: Inés está enfadada, pues, ¡ya se desenfadará!.Dos
movimientos, dos males tiene. ¿Iba a enzarzarse en una aburrida
conversación acerca de inútiles sentimientos, que, como siempre,
duraría más de cinco minutos, que era realmente su punto de
atención?. Ya llevas dos, tres, cuatro minutos hablando...¡Hasta
cinco, ni uno más!. Las agujas de ese odioso reloj atravesaban más
allá de la dermis .... Ni esperar, ni hablar. Todo va bien. España
va bien. Mi familia va bien.
Si
Inés encuentra problemas, ¡problema suyo es!.
El
tiempo pasa, el retrato se voltaría, una y mil veces. Todo seguirá
igual, ¡como dios manda, como mandan los mandamientos!. Minutos,
horas, días, meses pasan, pero no pasa nada, ¡nunca pasa nada!. Ese
maldito retrato es una NADA, carece de significado. No es más que
una cosa, de pie o tumbada, del derecho o del revés.
Había
habido ocasiones en las que Inés, en su desesperación, había
trasladado el dichoso retrato hasta lo más recóndito del armario,
hasta el fondo del baúl de ropa, en la ingenua creencia de que ello
transmitiría algún mensaje, provocaría algún movimiento. Lo más
probable, llegó a convencerse en breve, es que ni se apercibiera de
su ausencia. ¡Presencias, ausencias!, no conciernen al sin-sentido.
Así
pues, uno de aquellos días en que el retrato permanecía tumbado,
unas furiosas manos lo agarraron y lanzaron contra el suelo, y, no
conformes con ello, rompieron la estúpida foto en mil pedazos. Cada
desgarro de papel fue para Inés como un fatídico corte de hilos, de
los hilos de su red. Era la aniquilación de esos nudos que la
aliaban con su propio ser pasado y presente, que la situaban en
espacio y tiempo.
Abundantes
y calladas lágrimas convirtieron aquellos pedazos en una bola
informe y fangosa, que ella misma se encargaría de arrojar a los
residuos.
Sin-sentido,
con-sentido no consentido, ¡daño absurdo no dirigido a objeto sino
a persona!, ¡estocada a la que depositaba en la imagen un
significado intransferible!,....¡llegó a asustarle la vertiginosa
caída del trapecio cuando la red estaba rota. Y se golpeó, dio con
sus huesos en el rasposo entarimado del escenario.
Inútilmente
buscó consuelo en un lógico razonamiento: aquel retrato, en
realidad era falso. No era más que el fantasma de un pasado en el
que Inés y él eran felices cómplices, abrazados con ternura a la
sombra de un enorme castaño. Era la mayor desnudez obtenida, pronto
perdida, ahora aniquilada. ¡Cándida Inés, eso no es y quizás
nunca fue!, ¡has sido tú la constructora de un fondo transparente
en el que creías, en el que quieres creer!. Símbolo de tu
imperdonable inocencia, culpable de no querer dejar de serlo.
¡Qué
sorpresa cuando un buen día llegó con una copia de aquella foto!.
Pero la alegría de Inés era turbia, estaba ensombrecida por
nubarrones que se abalanzarían implacables, que convertirían este
segundo retrato en papel de lluvia ácida, muy ácida.
Y
no se equivocaba Inés. Aquel segundo retrato, como fantasma,
fantasma de fantasma, también desapareció.
¡Inés,
Inés, Inesita, Inés!.
Checha,
27 de agosto de 2014
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