PERFECTA IMPERFECCIÓN
Tuve en
cierta ocasión un profesor de afamada inteligencia. Innegable erudición en
clase. Capacidad asociativa impresionante, de forma que, en muchas ocasiones, nos resultaba francamente difícil seguir el hilo de sus argumentaciones. No
sólo por sus innumerables apelaciones a citas eruditas, que interrumpían, en
parte, la trama del discurso, ni por su capacidad de relacionar con impecable
lógica la relación entre un mosquito y el fondo de una olla quemada, ¡no!. Su
figura y actuación en clase eran teatrales: extraño acento extranjero, pese a su probada
“españolidad”; paseos por la tarima marcha atrás hasta quedar con la mitad del
zapato suspendido en el aire, que nos hacían temer una terrible (para nosotros
jocosa) caída; curiosa manera de extraer
el pañuelo contenido en el bolsillo izquierdo de la chaqueta con la mano
derecha, en afectado movimiento, parecido a una pose de tai-chí ; improvisados
acercamientos a un palmo de los aterrorizados rostros de algunos alumnos de
primera fila, ojos penetrantes y enajenados, clavados en los del sorprendido
discípulo, acompañados de alguna frase aterradora, expresada con su peculiar
acento, voz elevada y misteriosa: “¡y murió de un ataque de ira”! (el alumno se
veía obligado a contener sus emociones, ya fueran risa o llanto, propinándose un
generoso pellizco en la mejilla). Estas, y otras muchas tácticas (no puedo
asegurar que fueran conscientes) para atraer la atención del alumnado,
realmente conseguían este propósito (en caso de que lo hubiera), atraían
nuestra atención hacia su imagen, rayana en lo ridículo, al tiempo que nos
alejaban de sus sabrosos argumentos.
Cierto es que, fuera por las razones que
fuera, sus clases estaban a rebosar, añadían un ingrediente novedoso,
humorístico, a la atonía o pedantería reinantes.
No es pues de extrañar, que sus exámenes
también rozaran los límites de la dantesca locura. Dos páginas de preámbulo,
advertían al alumnado de la absoluta necesidad de seguir una gran lista de
requisitos formales: dos centímetros de margen derecho e izquierdo, prohibición
de tachones, prohibición de escribir el folio por las dos caras, escrupulosa
separación entre párrafos, citas obligadas, a pie de página, escritura legible
y con determinado color de bolígrafo, y un largo etcétera, que, una vez leídas, tenían, cuanto menos, el
poder de aterir todos y cada uno de los músculos del cuerpo , algunas de sus vísceras
y, muy en concreto, la blanda materia blanca y gris del cerebro. Consecuencia inmediata era la disimulada y
lenta desaparición de muchos de los presentes, en los que se hacía patente un
temblequeo de los miembros inferiores, que dificultaba su salida de aquel
infierno.
Más allá del contenido, la forma, adquiría
tal relevancia, que situaba al examinando en la antesala de una obligada
perfección sobrehumana.
Nuestra corta edad y experiencia fueron
culpables de no atentar “por las bravas” contra este esperpento humano.
Erudición, conocimientos, corrección lingüística,….¿son
verdaderos parámetros de inteligencia?. Corrían rumores, cotilleos merecidos,
de su total analfabetismo vital. Aislamiento social, incapacidad de aceptación
del otro, de sus inevitables errores, vida amarga y amargante.
Si hubiese algún
modo de medir la inteligencia, distaría sin duda de ser algo perfecto e inamovible, puesto
que, a mi modesto entender, se trata de una capacidad de adaptación al
contexto, de resolución de problemas “ad hoc”, de improvisar salidas donde uno
encuentra muros.
Imaginación, creatividad, chapucería vital,
es lo máximo a lo que podemos aspirar los ignorantes e imperfectos humanos.
Pero, además, es lo único que da cierto sentido a nuestra existencia, un poco
de sal, o un poco de azúcar para alimentar la materia gris, e inventar una
vida perfecta para nosotros, junto a las perfectas vidas de los demás.
Os invito a
reír un poco con este enlace:
Checha, 14
de abril de 2013
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