DE FILAS Y SITIOS
Tenía apenas dos años cuando Inés fué enviada
a la escuela, aún hablaba con la “t”. Aquel maldito colegio a la antigua
usanza, donde se delinquía contra los pobres niños, asestándoles fuertes golpes
de regla, arrodillados, palmas de las manos hacia arriba, brazos en cruz.
No es de extrañar que el cole fuera el lugar
más inhóspito de la tierra para la pobre niña. ¡Inés, al rincon!. Allí era
sitiada casi todos los días, y luego obligada a permanecer horas extra, en
aquel horrible lugar, debido a su rebeldía infantil, pues, mientras los demás
niños de aquella escuela unitaria, unos añitos mayores, asumían sin rechistar
aquellos injustos castigos, Inés siempre protestaba: “no tero”.
Trasladaron a su padre. ¡Otro maldito
cole!. Ya tenía seis años, había aprendido las consecuencias de la insumisión.
Pero todos los días “se meaba en las bragas”. Otro modo de protesta, otras
consecuencias. Para eludir las regañinas de su madre tiraba las bragas al retrete,
¡para que nadie las viera!.
Su odio por el cole la hacía vivir en otro
mundo, no atender prácticamente a nada, a lo que contribuía decisivamente, el
lugar que siempre le era asignado en el aula: la última fila. Porque en este
nuevo cole, tenían una curiosa política de motivación infantil: los niños eran “sitiados” en filas, a mejor
respuesta, mejor fila. Así que los mejores estaban siempre en la primera, y los
malos, como Inés, en la última. No
obstante, este sistema jerárquico no era tan rígido, admitía pequeños cambios.
Si un niño
se portaba bien, hacía los deberes, contestaba a las preguntas de los maestros,
podía avanzar una fila. En clases de cuarenta o más alumnos, esto era una gran
ventaja: en la penúltima, el susurro
adormecedor de los profesores cobraba cierta nitidez; en la antepenúltima, casi
se llegaba a escuchar lo que decían, la anterior a ésta era casi una invitación a prestar atención, y
así sucesivamente.
Durante los dos primeros años de colegio, Inés
permanecía casi invariablemente en su sitio, la última fila.
Allí montaba
su pequeño paraíso que consistía en dos actividades: leer los cuentos que escondía en los
entresijos de su preciada cartera (dormía con ella, jamás le interesaron los
peluches dormilones), cuentos que la trasladaban a otros sitios, sin filas, sin
maestros; y dormir plácidamente cuando se cansaba de la primera tarea.
Un día, ya en el tercer año de permanencia
en aquella escuela, algo llamó la atención de Inés tanto, que abandonando su
cuento , siguió sin parpadear los dibujos que la profesora realizaba en la
pizarra. A esa distancia no era fácil verlo todo, así que, de vez en cuando se
levantaba tímidamente para poder seguir los trazos de la parte inferior. Se
trataba de la descripción del funcionamiento de una bomba de agua (no sabemos
si su preocupación se debía a la cantidad de veces que había atrancado el
retrete con sus dichosas bragas). Lo cierto es que aquello cautivó de tal modo a la niña , que quedó grabado al detalle en su mente .
Para gran sorpresa de la profesora, al día
siguiente, cuando pidió voluntarios para explicar la lección del día anterior,
vió al fondo del aula una manita elevada. ¿Tú, Inés?, preguntó sin dar crédito
a lo que sus ojos veían, ¿estás segura?. Inés no contestó, pero salió de su
asiento acercándose lentamente a la pizarra. ¡Sé cómo funciona una bomba de
agua!, díjo orgullosa. Y comenzó a dibujar. Todos miraban asombrados aquellas
manitas ágiles, realizando trazos casi perfectos, casi iguales a los de la maestra.
Está bien, Inés, pero, ¿serías capaz de explicarnos lo que has dibujado?. Inés,
nada acostumbrada a exposiciones públicas, a lo que se sumaba su natural
timidez, tartamudeó un poco al comenzar, pero poco a poco fue centrándose en su
dibujo, olvidando a los espectadores, cobrando poco a poco confianza en el
discurso....
Todos
aplaudieron, Inés enrojeció de pronto y quíso volver de inmediato a su asiento,
pero la profesora la hízo retroceder. Le señaló una silla en primera fila y le
díjo: a partir de ahora, éste es tu sitio.
Y no andaba muy desencaminada aquella
mujer, porque Inés jamás volvió a sentarse en la última fila. Cambió de colegio, donde los alumnos eran ordenados por apellidos, por
turnos, por necesidades de visión, por altura....., ¡no por aquel absurdo
criterio de jerarquía cognoscitiva!. Su interés por conocer fue creciendo, leía,
estudiaba con placer. En el instituto, en la universidad, era ella la que
escogía su sitio, ¡primera fila!, ¡para no perderse nada!, o quizás para
olvidar para siempre que húbo un tiempo en que pretendieron elegirle una
posición que no le pertenecía, en la que fue sitiada, pero no era “su sitio”.
Han pasado treinta y trece años (prefiere
llamarlo así), aún sigue sin estar segura de haber encontrado su sitio, pero sí
se sabe caminante, caminante por caminos escogidos, con mayor o menor fortuna,
pero fruto de su propia elección.
Cuando Inés busca cuidadosamente un lugar
para sus plantas, las que no caminan, las observa, se identifica con su
tristeza cuando advierte hojas quemadas
o flores marchitas, les destina otro
lugar, y otro, y otro, ¡Ojalá pudiéseis caminar, le susurra, pero jamás
permitiré que permanezcais en un lugar que no sea el vuestro!, ¡yo encontraré
vuestro sitio!.
Checha, 29
de mayo de 2012
Es encantadora la narración de Inés, la he leído con un agrado increíble, por supuesto porque la redacción es fantástica, me ha cautivado, me ha envuelto en un halo dulce y melancólico y eso ha hecho que la vea y entienda más allá, tú lo sabes.
ResponderEliminarInés no sólo tuvo suerte, se lo curró bien, aprovechó las oportunidades.
Otros no quisieron aprovechar las oportunidades, otros no las tuvieron, otros tenían otras prioridades, otros siempre estuvieron en la última fila. Otros vivieron todo esto al mismo tiempo, como un coctel, tan agitado como un tsunami, del cual no saben como salieron vivos.