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“Yace
aquí el hidalgo fuerte
que
a tanto extremo llegó
de
valiente no se advierte
que
la muerte no triunfó
de
su vida con la muerte.
Tuvo
a todo el mundo en poco;
fue
el espantajo y el coco
del
mundo en tal cojuntura,
que
acreditó su ventura,
morir
cuerdo y vivir loco”
(DE
“El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, edición
centenario, cuarta edición especial, Ed Sopena)
No
esperaba tanta demora. La habían citado para las once. Eran las doce
y media y permanecía en la sala de espera, presionando fuerte con su
mano izquierda esa mandíbula que amenazaba con estallar , de agudo
dolor desesperante, exasperante, nacido de un colmillo cariado, que
irradiaba su maléfica acción por cuello, cabeza, ojos, e incluso
cerebro, de cuya existencia ya comenzaba a dudar, reducido a dos
únicos procesos alternos o simultáneos: sentir y pensar en lo
sentido, pensar sentimientos y sentirlos. Círculo polar cerrado en
la que la había sumido ese frío y espantoso dolor, de centro a
epicentro y de epicentro a centro, ya indistinguibles. Dolencia que
parecía proceder de todas partes y de ninguna, de intransferible
comunicación, de inconsolable consuelo verbal.
¡Qué
imperfectamente perfecto es el humano!. Capaz de transmitir mediante
signos lingüísticos o mímicos casi todo, pero incapaz de hacerlo
con lo más íntimo, aquello que de ser expresado en toda su fuerza e
intensidad y ser captado de la misma manera, sería capaz de sembrar
la más cruel amargura en el empático oyente, trasladando a su ser
las insoportables punzadas ajenas, que, sumadas a las propias, le
harían imposible la propia existencia... Perfecto que así no sea,
perfecto el oyente que se aproxima, más nunca llega.
Abrió
el bolso, extrayendo el librito que se había negado a comprar, y,
precisamente aquel día le habían regalado. Magníficas reseñas:
“traslada este autor con ejemplar maestría a una oscura y
desconocida época de caballeros templarios, de luchas enconadas
entre sectas... De intriga asegurada de principio a fin, engancha,
sorprende con su desconcertante final...”
¡Dios!,
dijo sin decir, uno más de esos folletines que proliferan como
hongos, de realidades misteriosas, mágicas y ocultas, como si la
vivida no lo fuera en la misma o mayor medida, de búsqueda de
símbolos perdidos que conferirán poder absoluto a su poseedor, en
este mundo y en todos los posibles..¡como si no nos bastaran y
sobraran los poderes que nos subyugan y convierten en marionetas de
frágil cristal...!. Libros al peso, mamotretos extraños a
realidades humanas, a absurdos vividos y por vivir, a crueldades de
carne y hueso, imaginables, intuíbles, capaces de apelar a TUeS
identificados en cierto sentido.
¿Y
si su cerebro fuera capaz de abstraerse, de encontrar algo, aunque
fuera una bazofia, salvadora de ese círculo infernal?.
Decidió
abrir el libro. ¡Maldito sistema sanitario público y privado!. A
los desenchufados siempre les toca esperar. ¡Y son justamente los
que se avergüenzan de presentarse en una puerta de urgencias, donde
serían atendidos casi de inmediato y sin cita, por una enfermedad
común!.
Comenzó
a leer. Buen signo. Media hora enfrascada en una historia cuyo final
ya atisbaba desde la primera línea. Personajes sin atributos,
aparecían y obraban, en una realidad fantasmal, tan solo dotados de
un nombre. Nombres y nombres que podrían ser cualquiera, ni
pensamientos ni sentimientos ni comentarios que pudieran identificar
un carácter, un yo distinto, individual. Mr Jean, Mr John, Mr
Candwel,...., entraban en escena en escuetas e intrascendentes
conversaciones referentes a acciones futuras, cuyo sentido quizás se
desvelara en algún momento. Proyectaban aniquilar a X, destrozar a Y
o dominar a A. Inútil intentar buscarles la pista o instalar en la
memoria esa cantidad de nombres extraños sin referentes ni
referencias.
La
enfermera pronunció su nombre. Un oasis de realidad identificable,
entre ese mundo de nombres vacíos. Sí, era ella, la llamaban.
Se
levantó a toda prisa, pero algo la impulsó a echar una ojeada al
final del libro, segura como estaba de que no volvería a abrirlo
nunca más.
Buscó
el final. ¿Dónde está?, pero, ¿me habré vuelto loca?, ¿donde
carajos está?. Permanecía en pie, sin percatarse de la mirada
impaciente de la enfermera que la esperaba. Daba vueltas al libro
como una posesa, hacia adelante, hacia atrás, buscaba...
La
volvieron a llamar. Quizás fue lo que la hizo despertar.
-Sí,
ya voy, perdone.
El
dolor cedió repentinamente. Un extremado asombro vino a sustituirlo.
Decididamente
el libro no tenía final.
¡No
existía la última página!
Checha,
1 de septiembre de 2014
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