MUNDO FANTASMAL
Dos, tres
horas, infinitas para mí. Era lo que tardaba, cuanto menos, en dar de comer a
mi pequeño, el “hacebolas”.
Además de
ejercicio de paciencia inenarrable, de crispación nerviosa, había un no sé qué
de magia en todo aquello.
Yo no salía
de mi asombro cuando, al introducir un trocito de carne del tamaño de una
lenteja en aquella boquita, el chico la masticaba y masticaba (estoy convencida
de que estos tremendos esfuerzos fueron determinantes para decidir no
esforzarse demasiado para el resto de su vida), hasta que, al rato, se percibía
un bulto en una de sus mejillas, del tamaño de una nuez, ¡de las
californianas!, y mis ojos, eran incapaces de dar crédito a la transformación
ocurrida.
El minúsculo
contenido alimenticio, había octuplicado su tamaño.
¡Abre la
boca!, lo instaba con impaciencia. Entonces procedía a introducir mis dedos en
ella, para sacar una bola, de formación misteriosa. ¿Sería su saliva una
especie de amalgama, una suerte de creciente o levadura?. La única parte
ventajosa, si es que hay que encontrar alguna, es que las fibras de la carne en
cuestión, ya estaban desintegradas, trituradas. Se trataba ahora de volver a
despedazar aquella pequeña albóndiga y
dividirla en cinco o seis pedacitos.
Y vuelta a
empezar.
Las buenas
intenciones del chico eran evidentes, o quizás fuera mi desesperada mirada lo
que lo impulsara a abrir de nuevo la boca, sin rechistar, y…¡dientes a la
obra!.
Por mi
parte, era incapaz de apartar los ojos de aquella boquita trabajadora, que
seguía masticando y ensalivando y finalmente, embolando aquella quinta parte de
albóndiga. Entonces, exhausto, paraba y deslizaba su obra maestra a la mejilla
contraria.
Los eternos
diez minutos transcurridos habían logrado un nuevo milagro. Otra nuez
californiana, de igual tamaño que la anterior, que engrosaba sus mejillas
alternativamente (¡quizás jugaba al futbol con aquella pelota!), al tiempo que
yo, fuera de mis casillas (no era tan buena portera como éste), gritaba por no
haber parado a tiempo el gol. Lejos de sentir ternura por aquella, mi criatura,
que en aquellos momentos me parecía monstruosa, sentía toda la rabia del mundo
concentrada en mis sienes: prisa por terminar la comida del resto de la
familia, por tender la colada, por preparar unas fotocopias para los alumnos,
por comer, por adecentarme un poco , salir a clase, y a ser posible, haber
dejado a la increíble criatura relajada en un dulce sueño.
Comenzaban
unos irremediables aullidos de ¡traga!, ¡trágatelo, por Dios!, que
probablemente asustarían a la totalidad del vecindario y parte de los edificios
colindantes.
Hubiera
introducido uno de mis dedos para empujar aquella pelota, a ser posible hasta
el mismo estómago, pero temía el remordimiento , consecuencia de haber ahogado,
a dedo extendido, a mi querido y adorable hijo.
¿Qué
demonios podía hacer?. Agua. Un vaso de agua que disolviera aquellas
partículas, y a tragar, a dejar arrastrar los sedimentos con la corriente del
fluido.
Pero seguía
tardando. La solución era parcial. Necesitaba ampliar mis recursos.
Así pues, le
tocó el turno a la segunda estrategia, aquella que se convirtió en hábito
tranquilizante y repetitivo, la que consiguió que me aprendiera todas y cada
una de las palabras de una curiosa película de dibujos animados.
No me cabe
la menor duda de que fue esta película la que me salvó de un probable
infanticidio no deseado.
El argumento
era simple. Una graciosa zorrita, pincel en mano, tenía el mágico don de
convertir en realidad cualquier deseo
dibujado con su estupendo pincel. Así creaba objetos, lugares, personas,….a
placer. Un par de trazos y ¡ahí estaban!. Triple truco de magia concentrado en
un solo dibujo. Los agrandados ojos de mi hijo, fijos en aquel simpático
animalito, estrechaban sus carrillos, y así tragaba de forma inconsciente, como
en un suspiro, el contenido de su boca. El progreso conseguido apaciguaba mis
ansias de gritar, distraída también con el pensamiento de lo fácil y
maravilloso que sería el mundo, si contásemos con semejante animalillo. No
necesitaría más que pintar un estómago colmado de bolas trituradas para acallar
mis nervios y dar cumplimiento a aquella temida misión diaria.
Transcurridos
ya muchos años, el chico sigue tragando, ¡pero ya no mastica!. Es posible que
se acabaran sus fuerzas. Quizás, de aquel mundo mágico de la zorrita cayó al
real. Seguro que lo intentó. Pintó y pintó cosas bonitas, objetos de su deseo,
y, frustrado en la tarea, comprendió que aquellos objetos, personas, lugares,…,
por más que volaran en su imaginación, no eran más que pedruscos inamovibles.
¡Y ahora
había que tragarlos!. Tragar piedras, ¡para colmo sin agua!.
Cayó en la
vida y cayó en las muertes, en las múltiples que tendría que tragar para
sobrevivir.
Se anticipó
a Saramago en sus “Intermitencias de la muerte”, al llegar a vivir en sus
propias entrañas la necesidad de los opuestos entre sí, el destino inexorable
de tragar piedras para poder disfrutar de un buen trago de agua fresca.
Checha, 20
de octubre de 2013
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