TEORÍA DE LA VIEJECITA Y EL AUTOBÚS
-¿Qué es la globalización?, preguntaba
Guillermo acercándose a nuestra mesa sin preámbulos, sin cuentos, sin excusas.
Guillermo
era un personaje que cuestionaba a “bocajarro” , intentando dilucidar las
preocupaciones en las que aquella ingeniosa y aguda cabeza protegida con
sombrero, quizás para que no escaparan los locuelos pájaros que muchos del
pueblo le atribuían, invertía su tiempo.
Sin pretenderlo, conseguía acorralar al
interlocutor, pillarlo, dejarlo perplejo, situándolo en franca desventaja, pues
las palabras que articulaba su boca, habían sido previamente masticadas y
regurgitadas por su mente, investigadas en su particular santuario, atestado de
libros.
Era su refugio un cortijo andaluz con balsa,
en la que una vez al año se sumergía para lavarse, desde luego sin jabón, que
le producía alergias, decía. Y curiosamente, su cuerpo no desprendía ningún
olor desagradable.
Caballero de fina estampa, cana y recortada
barba, pantalones sujetos con tirantes y
camisa, ambos raidos y salpicados de abundantes manchas, inapreciables a
primera vista. Y es que, sus elegantes
andares, su chaleco negro y fino bastón como fieles atuendos y, sobre todo ,su intensa mirada, le daban
aspecto de distinguido harapiento.
Se dedicaba a la venta de telas, pero su
verdadero acicate no era económico. No es que despreciara en absoluto los
cuatro duros que ganaba, pero lo que le entusiasmaba de su tienda era la
oportunidad que le brindaba para la conversación.
Difícilmente podía uno imaginarse que, tras
aquel diminuto escaparate, repleto de anticuadas y gruesas telas, pudiera
esconderse un gran reino de sosiego y disquisición. Dos antiguos sillones tapizados en terciopelo
rojo jalonaban el viejo mostrador de
madera desgastada, donde cortaba y medía sus telas. ¡Sin prisas amigo!, entrar
en la tienda de Guillermo significaba algo más que comprar, todos lo sabían,
así que si uno andaba corto de tiempo, mejor dejarlo para otro día. Pero si se decidía entrar, ya contaba con una
invitación a ocupar uno de aquellos cómodos sillones, y disfrutar de una
amena conversacion sin dolores lumbares.
Pues bien, no húbo nadie, nadie que, sin
titubear, sin dudar, contestase con decisión aquella “ingenua” pregunta, de la
que tanto se hablaba en todos los medios. Unos arriesgaban una suerte de
definición económica, a todas luces inexacta e incompleta, obviando hablar de las desconocidas
consecuencias del nuevo fenómeno; otros ponían el acento en la
cultura, en una unión cultural de la que no se llegaba a atisbar el lado
hacia el que se inclinaría la balanza, las pérdidas y ganancias que
conllevaría.
Siempre ha habido y habrá tópicos
diferenciadores de pueblos y culturas, que , cargados de improcedentes
generalizaciones, no dejan de poseer un sólido e indiscutible fundamento: la historia, las condiciones climáticas, la
evolución de las ideas... imprimen carácter, configuran la idiosincrasia de un
país y sus habitantes. Esta variedad de
acervos culturales ha sido fuente de
enriquecimiento de curiosos estudiosos y viajeros, conscientes de la evolución personal que sobrevendría al conocimiento de realidades
extrañas y su comparación con la propia, al estudio de los triunfos y errores
ajenos, en definitiva, al traslado de perspectiva que supone salir de la propia
identidad cultural para adentrarse en la del otro, y así llegar a un
conocimiento más profundo, tanto de la una como de la otra.
Harto nerviosa e inquieta me acerqué a la
mesa donde un tribunal de cuatro miembros juzgaría mis destrezas orales en
lengua alemana, mi aptitud para superar
el último nivel ofertado por el Goethe-Institut
y obtener el correspondiente diploma.
El tema a desarrollar durante media hora, a
la que se se añadirían quince minutos de discusión con el tribunal, versaba
sobre las diferencias culturales entre nuestros pueblos, el español y el
alemán, sobre los condicionantes que podrían influir decisivamente en el
carácter y forma de vida de una determinada sociedad.
Tras exponer los condicionantes físicos ,
como el clima, tomando como argumento de autoridad las teorías ilustradas de
Montesquieu, concluí con un ejemplo improvisado, que resultó tener un
sorprendente efecto positivo en mis examinadores.
Tomando los términos meteorológicos “cálido”
y “frío” en su más amplio sentido, establecí una analogía cotidiana que
permitiría comprender mejor las diferencias entre el carácter español y el
teutón.
Así fué como elaboré mi “teoría del autobús”.
Partí del
supuesto de un autobús que había cerrado
ya sus puertas para dirigirse a la siguiente parada. En ese momento, el
conductor se percata de que una viejecita de cara descompuesta, anhelante, se
apresura en vano, en tanto le permiten sus escasas fuerzas, a alcanzar el
autobús.
No cabe duda
de que sería el compasivo conductor español el que, mostrando calidez de
espíritu, volvería a abrir sus puertas, sin importarle el consiguiente retraso.
Pero serían
los valores despreciados por este conductor tan nuestro, los que sin duda
moverían al conductor germánico a seguir impasible su ruta. El cumplimiento del
deber, la puntualidad , la fría racionalidad germánica, permitirían a la
viejecita no tener que esperar largo tiempo hasta la llegada del siguiente
autobús, pues llegaría exactamente en el minuto establecido en la tabla horaria
de la parada. Hablamos del inexorable
cumplimiento del deber de la moral kantiana, de su apuesta por el bien común en
detrimento de los intereses particulares, por muy humanitarios que sean.
Los españoles, por nuestra parte, aun disconformes con la frialdad alemana, y
convencidos de la primacía de los valores humanitarios, no dejaríamos de
arrojar críticas sobre nuestra sociedad, en la que no funciona nada, en la que
todo se resuelve en la incertidumbre o a lo sumo en la probabilidad.
Ahora bien, ¿con qué valores nos quedamos?,
¿cuales son mejores?, ¿por qué pesan unos más que otros en un determinado
país?.
La cultura, las experiencias
historico-políticas y personales, conforman un modo de ser peculiar, que se
pretende aniquilar en aras de la buena globalización cultural, unificando
reglas, estableciendo un mundo forzado para nuestras condiciones particulares.
Nuestras ideas, buenas o malas, son nuestras, nos enriquecen y enriquecen a los
que se acercan a ellas desde fuera.
¡Un uno!,
exclamé entusiasmada al obtener la puntuación de la prueba oral. Quizás el tribunal se sintiera sorprendido
por las nuevas ideas y se viera conminado a premiarlas.
Si tuviera que examinarme en la actualidad,
probablemente pagaría en euros unas tasas de examen iguales en bastantes
paises, independientemente del sistema
educativo o de los impuestos recaudados para tal fin. ¡Normativa europea!.
AMEN.
Checha, 8 de
julio de 2012
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